La triste carcajada nacional

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Enrique Peña plagió y en lugar de detenernos un momento en lo absurdo de la situación, tomar consciencia del lugar al que hemos llegado y hacer lo necesario para no seguir dando vueltas desordenadamente, preferimos seguir cacareando, cada vez más alto, cada vez de manera más incoherente, en el sucio gallinero de la libertad. No queremos tomar rumbo, simplemente deseamos emitir un canto desafinado de sirenas, ser parte del galimatías de carcajadas. Este es un síntoma de abulia nacional. La impunidad ya no necesita ser disimulada o actuar con sigilo, se pasea, como los ratones frente a un gato obeso y sin uñas, con el oropel del descaro frente a nuestros ojos bovinos

     Las redes sociales se llenan de publicaciones sordas, mudas, que mueren con tan sólo desviar la mirada de la pantalla. Se alza el descontento popular como se alza el bostezo del gato perezoso ante el hurto de los ratones. En la vida real vivimos en una relativa comodidad que anestesia cualquier impulso revolucionario —tengo para comer, tengo para comprar un libro, tengo para pagar la renta, la mensualidad del coche, para irme de vacaciones, algunos podrán decir más, otros menos—. Dentro de nosotros late el eco de la inacción casi fisiológica
  Conozco bien esa abulia, esa pérdida paulatina de interés por las cosas, sazonada además, por una repentina esperanza inútil. Pierdes a un amigo, pierdes la salud, pierdes el futuro y una momentánea cólera da sentido a tu vida. Como un relámpago que ilumina el camino de un hombre perdido en medio de la noche. Pero ese resplandor es efímero, deslumbra y no permite fijar un rumbo, sólo, como dije, prolonga una esperanza estéril
     No importa cuán evidente sea el delito, cuán fuerte sea el grito del crimen, ni cuán fuerte la pestilencia de la descomposición. No importa que las víctimas sean un lugar común, no importa el sufrimiento solitario, no importa que los muertos sean ya sólo una cifra ignominiosa y que los desaparecidos se conviertan en nada, porque nadie dirá sus nombres frente a un tumba, no importa, no importa, no importa ya nada, porque nadie hará nada al respecto. Somos silentes habitantes iluminados por el resplandor de un hogar y podemos soportar casi cualquier cosa menos el hambre. Pero no nos preocupemos por el hambre porque nunca nos faltarán el pan bimbo y la coca-cola, o el whiskas. Esto es, entre otras cosas, depresión
Ya antes lo han mencionado, vivimos en un país deprimido. Esa supuesta alegría endémica no es más que una risa suspendida debajo de unos ojos que no dicen nada y que miran al vacío; huecos de tanta indiferencia. Únicamente la depresión profunda, crónica, puede explicar que soportemos burdas vejaciones reiteradas. Al gato, unos ratones le trenzan los bigotes y le colocan cascabeles que penden de ridículas cintas, mientras otros beben de su agua, mientras otros duermen sobre cola
Esto que escribo no es una queja ni un plan para incendiar al mundo —eso, incendiar al mundo, ya no combina con nuestro guardarropa en estos días—. Este compendio de palabras más bien es producto de la depresión y la sinceridad, que me susurran un diagnóstico de desahucio. Ya ni siquiera la vergüenza cabe entre nosotros, ya ni siquiera el odio o la furia, tan sólo los resquicios de una mediocre contradicción: ciudadanos instantáneos que ceden el poder a una democracia leprosa. No sé si es cultural, no sé si es genético, no sé si se trata de un ciclo del cual estamos imposibilitados para salir, lo que sí sé es que hoy es así: hermosos súbditos que preocupados por dar la mejor cara a sus gobernantes, todavía lanzan un gesto de risa ante la opresión total


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