Cartón: Rocha
Bajo el sistema electoral vigente, ¿realmente se puede hablar de fraudes electorales? Si todavía existe gente que puede vender su voto por 500 pesos o personas que votan por el más guapo o que ni siquiera salen a votar, ¿no es un autoengaño el anhelar la obtención de gobiernos de calidad por medio de este sistema de participación ciudadana? Tal pareciera que estamos inmersos en una relación patológica —como aquellas en donde existe violencia y por más indicios que dé el agresor, la parte agredida masculla la letanía de «ahora sí va a cambiar»—, relación siniestra entre aquellos que quieren un cambio y los medios por los cuales solicitan ese cambio. ¿Por qué invocamos la palabra «fraude» si sabemos perfectamente que tenemos una democracia enferma, leprosa? Los acarreados o la venta de votos, más que una estrategia política, son ya parte de los usos y costumbres de la democracia de estas tierras, ¿o no?
La minoría letrada vs la mayoría iletrada
Todos —hablo de los letrados, por su puesto— sabemos estas cifras: la gente que lee un libro, la gente que tiene acceso a una formación sólida (no hablo solamente de niveles educativos), aquella que puede estar al tanto de los sucesos relevantes de la nación y que mantiene un espíritu crítico hacia su entorno es una minoría. Somos menos comparados con la cantidad de personas a las que se convence con mensajes publicitarios y no con propuestas políticas. Con estas proporciones, en un ring democrático, los letrados que desean un cambio, llevan las de perder.
Sentémonos un momento, lloremos un poco, luego tomemos aire y aceptemos que aquellos brutos que manejan los partidos hegemónicos son más inteligentes que los ilustres letrados, anhelantes de mejoras; por algún punto se debe empezar. Porque nosotros —la gavilla de atolondrados y medrosos pensadores, idealistas, «gente preparada», que aislados y detrás de una computadora creemos dar solución satisfactoria a los problemas añejos— estamos atrincherados en una ya destartalada torre de que ni siquiera llega a ser de marfil, dentro de la cual nos conformamos con ver pasar a las hordas ignorantes que dan vida a esta democracia leprosa. Nosotros pensamos más de lo que hacemos, es simple.
O la tomas o la derramas
Aquellos que creen en el voto como vía única para detonar las mejoras que su realidad requiere, deben valorar el sistema en el cual ese voto se emite, se cuenta y se le da valor. Y no hay muchas opciones, o bien el sistema funciona o no funciona. Si doy por hecho que la manera en la cual elegimos a los gobernante es perfecta y que no requiere ni un solo ajuste, puedo dormir a gusto en mi camita luego de ensuciarme las manos con la tinta indeleble. Pero si sé, sospecho o imagino que tiene fallas, ¿no estoy actuando de manera negligente al votar y no hacer nada al respecto? Es como si de antemano supiera que el taxi que manejo tiene los frenos averiados y luego de salir a la calle con ese vehículo me sorprenda el hecho de tener un accidente. ¡Pero cómo es posible que sucedan estas cosas!
Soy pesimista y lo acepto. Creo que el sistema actual es una farsa y que aquellos que participan sólo fingen ignorarlo para no echarse a los hombros la tarea de arreglarlo. Una democracia como la que tenemos, en un país donde la educación ha sido atacada continuamente, sólo beneficia a quienes detentan los poderes políticos, económicos, morales, etc. Y un cambio en la manera en la cual la ciudadanía participa en las elecciones nunca, ¡oh sorpresa!, vendrá de arriba. Una alternativa sería que los pálidos letrados democráticos salieran a los barrios iletrados —siempre bañados por el sol—, así como lo hacen los gestores del voto de los partidos que ganan, para entender una realidad ajena. Pero yo, como tengo tantas ocupaciones no democráticas y muy letradas, prefiero eludir el bronceado y ver de lejos la piel podrida de la urnas.