Ensayo sobre la ciudad

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Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que sigue corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros.
Julio Cortázar. Las babas del diablo.

Él no es citadino. Sus primeros recuerdos transcurren en el campo. En la frontera más bien. Saborea los restos de las horas jugando con plantas, con tierra, cazando insectos, caminando semidesnudo por la maleza; le invaden los olores de las hierbas bajo las plantas de los pies, sus recuerdos se hinchan con la brisa fría del atardecer, con la polifonía de los insectos, con los colores húmedos que desciende de la noche.

“¡Oh Tiresias!... a la ciudad no ves, pero la sientes en dolencia mortal”. La ciudad de Sófocles en la misma que yo padezco. “No se vea la ciudad de mi padre condenada a tener que albergarme”. La ciudad de Edipo es la que yo siento.

Afirmo que la ciudad es una biblioteca. Cada pared, cada calle y puerta cerrada es el lomo de un libro. Dentro de una habitación existe una historia que se narra con el lenguaje que es la sumatoria de todos los lenguajes. Las esquinas son hojas escritas con sombras, luces, pasos veloces, prefiguraciones del amor, con el escalofrío de la muerte y el dolor de una pelea. 

El primer paso para leer un libro es ver su portada. O lomo. Depende.

“La ciudad insurrecta de anuncios luminosos
flota en los almanaques,
y allá de tarde en tarde,
por la calle planchada se desangra un eléctrico.”
Manuel Maples Arce. Prisma.

Abrirás la tapa, si eres cuidadoso leerás minuciosamente las primeras hojas: editorial, colección, traducción, diseño, edición etc. El preliminar. Pasarás las yemas de los dedos sobre el papel, ¿será áspero o satinado? Si es un libro que anteriormente fue leído por alguien más la experiencia será estremecedora. Encontrarás apuntes, nombres y fechas escritos a mano, subrayados, alguna hoja faltará, habrá separadores entre las hojas, notas, listas de nombres ajenos a ti, la labor de la polilla, olores, sellos, manchas de humedad... Este libro pertenece a la Profesora Rosa Ochoa Vásquez, Xalapa, Veracruz a 6 de diciembre de 1959.

¿Cuándo conoció la ciudad? Fue en la pubertad. Fue en la adolescencia, en la frontera de las edades. El olor de un viejo cinema. El primer viaje en autobús. Trece años. Luego todos los traslados diarios hacia el centro, hacia el conglomerado que fue definiendo y que lo fue formando.

Camino por las avenidas de la biblioteca y selecciono un libro de entre los muchos que conforman esa representación de rascacielos que son los estantes. Hay libros que puedo tocar y que pudieron tocar mis abuelos a mi edad. El ruido aquí se marchita en silencio. La velocidad del tránsito es la rapidez de la lectura. El traslado no es geográfico, sino intelectual. Los libros son ventanas, no hacia afuera como en un edificio, sino hacia el interior de la mente nuestra.   

Invocarás a Calvino: Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso.

Cada rótulo de tienda, cada graffiti, cada planta que nace entre los escombros es una frase que espera paciente la hora de ser leía. La ciudad es un arrecife donde proliferan los peces de la significación. No es posible dar un paso sin toparse con un mensaje. Ricos tamales de Xico. La noche es el continuo cambio. Carnicería La gota. De sangre. La neblina escribe con tinta blanca signos tridimensionales en el aire. Una teja, un helecho, las posibilidades del lugar. Ropa de frío y de calor. Hay tanta literatura a nuestro alrededor y la dejamos pasar por no estar encuadernada. Se reciben pupilas. Y mis córneas que cada día se enturbian más. Pupila también es prostituta y “pupila de prostituta” era el término con el que se conocía a un padecimiento en las pupilas causado por la sífilis.

Leer la ciudad es como leer un libro, más aún, como leer una cita: incitación a desdoblar los significados. Si digo “o” en realidad quiero decir todas las posibilidades de  la letra “o”. Si menciono una calle, pienso en sus posibilidades. De mi boca sale la palabra “ciudad” pero estoy pensando en tinosmí.

Él se cuela, traspasa los muros, se sublima sobre las calles, trasmina por los poros de la ciudad hasta el punto de ya no ser más un único ser. Velo caminar con los pies fundidos al asfalto, admira su cabeza adherida al asbesto de su techo. Las palmas de sus manos brillan como el tubo cromado del autobús. 

Consumamos la palabra de la ciudad.



Creo que ya dije que aquellos libros que han sido leídos por otros me provocan. Los libros que compro en las librerías de viejo, en los bazares, en las casas que lo venden todo, los libros de las bibliotecas. Cada vez que abro una página estoy invocando, sin saberlo, a los otros lectores. Piso una banqueta, toco una pared e invoco, de igual manera, a los que me precedieron en esta ciudad.

Mientras no salga de mi casa no siento que estoy en una ciudad. Mientras no levante la mirada del libro puedo estar en cualquier parte. La posibilidad los define.


“No, señor Gordon. Es una ciudad
fabriqué una ciudad…
Una ciudad para construirla encima
de la mía. Ya verá.”
Tedi López Mills. Muerte en la rúa Augusta.

Botella de Klein. El objetivo se vuelve medio. El medio es parte del objetivo. El producto será la ciudad y la ciudad será la niña distraía en la parada del autobús. Eso que piensas durante el trayecto hacia tu casa es también ciudad. Ella te habla y escucha tus silencios. La ciudad será la mirada estupefacta del señor que lee el anuncio oportuno del periódico y se pregunta por qué razón alguien escribió: “vendo o cambio una ciudad, en excelentes condiciones, sólo tiene veintitrés años”. Ciudad es esto: lo que ahora tú lees o pensarás parado en la calle de Betancourt. Tus zapatos sobre el empedrado. El baño lleno de humedad. 

Nos vamos quedando por la ciudad.

El primer paso para conocer una ciudad es caminarla. El segundo paso es usar el transporte público. Hay algo en la altura de los asientos, en la quietud de su ronroneo, que invita a la meditación. ¿Cuántas ciudades ves desde tu asiento? ¿Cuántas ciudades caminas todos los días? Veo a un peatón y vislumbro otra ciudad.  

Una tarde aparece un arcoiris y de pronto toda la ciudad es ese arcoiris.

Pareciera que siempre ha estado ahí, pero tuvo que haber un momento en el que sólo había un extenso llano, una pendiente repleta de árboles, un costa indómita. ¿Quién recuerda el primer día de una ciudad? ¿Cómo nacieron las ciudades? Justo donde estás alguna vez corrió un conejo que escapaba de su depredador, justo en aquella esquina hubo una piedra con forma de sapo. El espíritu de todos los lugares se superpone, infinitesimalmente, a tu ciudad. ¿Recuerdas el libro de arena? La ciudad es ese libro. Jamás podrás leer la misma hoja, las páginas de este libro pasan ante la vista para nunca más volver.

¿Cuándo algo empieza a ser ciudad? Cuando la distancia lo define. Cuando crece en abismos hacia el interior. En una cuadra del Distrito Federal caben seis comunidades rurales de Oaxaca. Suspendidas, inconexas, retraídas.

Pero también está esa clase de libro virtual. Ya no existe el romántico contacto físico con el libro impreso (¿qué pensarían aquellos monjes escribientes cuando vieron el grotesco impreso de una letra sobre papel, como el casco de un toro grabado en el lodo?), pero existirá un vínculo con lo virtual. Recorrí las calles de Xalapa antes de pisar su suelo. Desde un monitor vi los alrededores de CAXA y supe que esta ciudad no es una lluvia continua. Liubliana, Berlín, están aquí, a medio metro de mis ojos. Sobrevuelo Río de Janeiro sin levantarme de mi asiento.    



¿Cómo se lee un mapa? ¿Se inicia por el centro o por el extremo superior derecho? ¿Luego hacia dónde ir? Los códices mixtecos se leen del extremo inferior izquierdo, siguiendo una lectura en bustrófedon ascendente y descendente. ¿Cómo se lee una pared con carteles superpuestos, con capas descascaradas de pintura, con las sombras pintando a cada segundo su superficie, estando la niña que sopla burbujas frente a todo el conjunto? Un mapa es un intento por leer la ciudad. Cada paseo es un párrafo escrito en una lengua superior que rebasa los sonidos y las imágenes; lengua que se adentra en los territorios de la memoria, de los miedos y felicidades, de la imaginación, de lo posible, de lo eternamente efímero. La lengua en la que están escritos los sueños.

¿Cuándo un libro deja de ser un folleto? ¿Cuándo un estante es llamado biblioteca? ¿Cuándo una ciudad es ciudad?

Caminamos absortos por vericuetos penumbrosos. El camino a la parada del autobús es el trámite más fácil. Luego preparamos el dinero para el pasaje. La oscuridad, como una selva alrededor de un poblado, lucha por ganarle terreno a las luminarias. La noche es una gran sombra y nosotros salimos del trabajo para sumergirnos en un sueño que es más vida que nuestra vida. De ocho a ocho con media hora de comida. De lunes a sábado y el domingo toca el aseo. La ciudad de los horarios que devoran las horas. El tic-tac que sustituye al corazón.



Kavafis habla:
Dijiste: “iré a otra ciudad, iré a otro mar...” La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles.

Que el semáforo te libre de leer esa ciudad decadente donde vegetas. Que un autobús pase a exceso de velocidad y cambie el capítulo que ese hombre está leyendo. Que al doblar la esquina yo pueda dar vuelta a la página de este libro. Nosotros escribimos esta ciudad, ¿y cuándo la leemos?

El azar. Lo probable. La distancia. Lo asequible Lo fragmentario, que no lo individual. Lo masificante. Lo que define.

“… y las orgullosas ciudades de la Humanidad parecían haber desaparecido por completo de la faz de la tierra.”
Edgar Allan Poe. La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall.

Ve tantos árboles a través de su ventana. La visión del Pico de Orizaba en las mañanas despejadas le llena el corazón de alegría. Basta que sonría, basta que pase sus dedos suaves sobre una puerta apolillada para que la ciudad florezca. Su ciudad es un jardín.  

Habrá un día en el cual la música de la calle sea escuchada en una sala de conciertos. Llegará el día en el que ir a una galería equivaldrá a darle la vuelta a la cuadra y reparar en cada grieta, en cada mancha y toque de luz del atardecer, en la neblina que diluye la noche. Hoy ir a la biblioteca para mí es salir a dar un paseo, con los ojos bien abiertos, con los oídos aguzados.

¿Qué es lo que sucedió en Nínive que aún se repite hoy, aquí, en esta ciudad? Se trata de las multitudes, pero también de la segregación. Tan juntos que deseo estar lejos de ti. Tan cerca que casi no te veo. Puedo verte cuando esperas el taxi junto a mí, siento el roce de tu mano en la cola del banco, pero lo evito. Descanso al lado tuyo en el autobús, desayuno frente a ti en la fonda, camino detrás del río de tu perfume y aún así no sé cómo te llamas. La ciudad se fragmenta en apellidos, profesiones, horas del día. Como si fuera un recuerdo de Funes el memorioso. Xalapa-Enríquez Martínez Santos. Soy avecindado en tu ciudad. Xalapa-Enríquez Pérez Rodríguez. Nuestras ciudades apenas y comparten espacio físico. De Betancourt sólo dos cuadras están dentro de mi ciudad.

En una habitación contigua una pareja hace el amor mientras él concibe la idea más hermosa del mundo. La luz y las sombras de un vaso cerca de una ventana. Se trata de la forma en la que miramos. Él ve el agua en el vaso y piensa en el mar. Mira los haces refractados en el vidrio y recuerda el eclipse de 1991. Una noche en el día. Él es una noche en el día de la ciudad.

“Todo lo que  me  nombra o que me evoca
yace, ciudad, en ti, yace vacío,
en tu pecho de piedra sepultado.”
Octavio Paz. Crepúsculo de la ciudad.

En el camino matutino no sólo paso por las mismas esquinas y calles (calles y esquinas que nunca serán las mismas), sino que veo rostros ya conocidos: el joven rubio que todas mañanas corre hacia su destino, siempre tarde; el encargado del estacionamiento que usa el mismo sombrero café, la muchacha que atraviesa el crucero conmigo, con un discman en la mano... Todos los días, luego de bañarme, además de la ropa común, me visto con una ciudad.

“Esta ciudad es oscura y está loca y apesta en todos los rincones y es intolerable y es el único lugar donde puedo vivir.”
Cristina Rivera Garza. Manera insólita de sobrevivir.

Caminaron largo tiempo antes de ubicar un lugar. La utopía se niega a sí misma cada vez que paso debajo de un puente, cuando un asaltante sale de un rincón oscuro y me atraca. Ellos no viven en mi ciudad aunque sean mis vecinos. Los veo todos los días, deambulan entre las calles comunes, a veces basta un centímetro, un muro delgado para separar ciudades completas. Los niego también a ellos, habitantes del otro lado de la pared. Te niego a ti, lector del otro lado del texto. 

Y ella está irremediablemente sepultada. La tierra, quiero decir.

“Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos...”
Julio Cortázar. El fin del mundo.

Kavafis cesa de hablar pero el tintín de sus palabras deja un eco delgado como un hilo de seda que sigo. Yo no amarro el cabo de una madeja a la puerta de mi casa para adentrarme al bosque sin perderme, sino que cada noche, ya perdido entre casas desconocidas busco en mis bolsillos y encuentro la punta del hilo que me permite andar por la ciudad y llegar a mi casa. Oscuras ruinas de mi vida veo aquí y sin embargo solo aquí vivo. Siempre llegarás a esta ciudad.  

“Hemos de correr tras él a la calle, no sea que pierda su individualidad y se confunda en la gran masa de la vida de Londres, en medio de la cual lo buscaríamos en vano.”
Nathaniel Hawthorne. Wakefield.

Me siento a comer en una cocina económica en Sayago y la puerta deja de serlo para convertirse en una pantalla. Veo pasar una nube. Luego otra. Un autobús mezcla la mirada de sus ocupantes con la mía. Siempre incierta. Una anciana camina debajo del letrero del Bar Sagitario y las últimas gotas de una lluvia al medio día se hinchan de luz. La ciudad soy yo, soy eso, soy tú. Tú eres yo también, en algún grado, en alguna calle. Me levanto, camino y en aquella esquina me rompo y no vuelvo a ser. Levanto los trozos que encuentro y me rehago con piezas llenas de polvo, alguna con excremento, otra con una bolita de chicle masticado. Los pedazos de mis hermanos los transeúntes que también, en cada cruce, se rompen y dejan de ser, se mezclan con los pedazos de mi ser. Túyoelnosotros. Ahora pasa una gran nube blanca. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes... 

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