El desierto no tiene nada

20:12


¿Qué se hace durante esas horas? Me pregunto mientras escucho hablar a aquel ex compañero de la escuela.
–Todo el día debajo de un matorral –dice con una sonrisa congelada, como si tuviera miedo de que con las palabras aquellas horas muertas retornaran y cegaran el soleado día.
Yo también tengo miedo de eso.
–Todo el día –repite, a modo de reafirmar su pasado, su condena, su manda.
Imagino un sol tan pesado que obliga a tener la mirada fija en el suelo, los pies amarrados a una sombra caliente que se filtra por las ramas de candelillas y demás vegetación xerófila. Matorrales que suspiran junto con uno. Las piedras bien cocidas en medio de la arena. Tantos lo han hecho.
–¿Por qué no iba a poder yo?, me dije la primera vez –y su voz se escapa en medio del día caluroso.
Callo. Recreo el lugar que me indica: un cuarto penumbroso, hombres con ámpulas en las plantas de los pies, las piernas hinchadas, la mugre impregnada en los rostros agrestes, ropa sucia, cansancio, botas desgastadas, calcetines rotos y con plastas craqueladas de lodo. Y todas las miradas vacías, algunas agotadas por la esperanza, otras cauterizadas con la repetición de los desiertos.
–Ya estaba desesperado.
Él allá y yo acá. Tanto tiempo. Él cruzó tantas veces la frontera, una más que todos los encuentros con la migra. Y yo acá. Se enfrentó a la noche pura y salvaje, a los fríos, a las piedras. Y yo acá.
Mis manos suaves sudan escondidas en mis bolsillos.
–Fue hasta la cuarta vez.
Me es agradable pensar en el silencio de una noche de caminata. El frío en las mejillas, los dedos engarrotados por sostener un botellón de agua, las piedrecillas que crujen bajo pisadas constantes. La noche y el desierto. Hasta que el viento se carga con los perfumes frescos de la madrugada y el sol dice la verdad.
Me excita pensar en aquel viaje. Recorrer la ruta del coyote, sin miedo a la migra porque mi deseo no sería llegar allá, sino estar, justo ahí.
Él sigue hablando. Dice más o menos lo mismo. Siempre es igual. Mis palabras son tan pálidas frente a las suyas, como si hubieran permanecido ocultas del sol todo este tiempo.  
–Allá es otra vida.
¿Por qué se fue? El dinero no puede ser suficiente. Me rasco la cabeza. Todo sucede en mi cabeza. Pienso, me pregunto si él, que sí ha visto la candelilla, sabe lo que significa xerófilo.    
Yo, cielo puro y cristalino. Yo, desierto, no tengo nada, pero continúo.  
–El desierto no tiene nada –murmura con resabio, ya muy lejos de mí.
Veo sus ojos y no sé si eso fue un pensamiento en voz alta, un reclamo o simplemente un recuerdo.

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