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Conocí a Alberto en una reunión familiar. Yo iba sola, había dejado al bastardo al cuidado de su abuela. Alberto era muy sociable, habló con todos, inclusive conmigo. Me entusiasmó, a pesar de conocer a su novia. Era profesor, mencionó algo acerca de los niños que tenía a su cargo.
Por cierto –su novia notó mi desbordado interés– ¿por qué no vino tu hijo?
No esperaba esa saeta. Mi estómago se contrajo.
Se aburre –dije con sequedad.
Apreté la mandíbula y maldije a ese trozo de carne, aún ausente su tufo me envolvía. Yo tenía veintiún años, podía muy bien encontrar a alguien que me quisiera, que me librara del peso de ese bastardo. No había impedimento para que lograra salir de la cloaca que eran las paredes tapizadas de humedad de mi casa, mi cuarto ciego y mudo ante las caricias de mi padre. Mi madre fue una alcahueta y mi hijo producto de una violación.
Todavía no está en edad –dije agregué para dar por terminado el asunto.
La mirada incisiva de la mujer celosa abrió mis heridas. Luego, sus manos apresaron el brazo de Alberto y se lo llevó lejos. Decidí probar un poco de comida y me senté. Mis recuerdos se agitaron y naufragué largo tiempo en ellos.
Eres muy joven para ser madre –la inesperada voz de Alberto bailoteó muy cerca de mis oídos.
Se sentó a mi lado y percibí su perfume fresco, como un bosque recién mojado por una lluvia de verano.
Soy madre desde hace cinco años –dije un tanto turbada por esa cara recia de ingeniero.
Sus ojos mostraron un brillo dulce y tierno. Vislumbré por primera vez el deseo puro y desinteresado. Me perdí entres árboles fuertes y vigorosos, me adentré en los rasgos de su rostro, permití que cada año de sus cuarenta me sedujera. Hacia el final de la fiesta sus palabras sólo eran para mí. Antes de un mes estábamos preparando la boda.
Alberto siempre fue muy bueno, si hubiera estado en mis manos, aquel par de tumores que eran mi madre y el bastardo habría sido consumido por el olvido. Pero él insistió que fueran parte de nuestra vida y los integró a nuestro hogar. Pidió que retomara mis estudios. De su boca emergieron visiones de un futuro plagado de maravillas; sus manos, tan respetuosas con mi cuerpo, no dudaban al momento de quitar cualquier obstáculo para mí. Pero los tumores comenzaron a hacer su trabajo. Alberto fue un buen hombre y ellos no fueron más que un viscoso conglomerado de carne. Mi madre culpó a Alberto de las mismas faltas que ella dejó pasar por alto. Él no violaba a mi hijo, en cambio mi padre abusó de mí hasta que logró que yo arrojara sangre, placenta y a un niño pestilente. Ella confundía los mimos que Alberto dada al bastardo con las abominables caricias de mi padre. Ese par de tumores propició que Alberto me dejara. No lo culpo, nadie podría soportar una acusación como esa.  

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