Y de noche los parques

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Veo esos ojos iluminados por la inestable luz de las velas; una sonrisa discreta se enciende en su rostro. Hace tres semanas que lo conozco. Unos dedos finos atraviesan la mesa y acarician el dorso de mi mano. Los rizos de su cabello y su saco negro se funden con la oscuridad, sólo veo, detrás de las velas, las facciones ambarinas, la camisa blanca. Comienza a hablar:
Antes de cenar me gustaría contarte una anécdota.
Detrás de mí una gran ventana sin cortinas.
Me gusta contarla a las personas especiales.
Sonrío. Es casi hipnótico, su voz precisa y apacible, las sombras que danzan sobre la piel de su cara, las flamas gemelas que oscilan a cada palabra suya, la calma de la calle que sube hasta este quinto piso.
Solía ir a un parque todas las tardes con mi familia –dice, toma un poco de vino–. Mis primos y yo correteábamos entre los grandes árboles, nuestros cuerpos rodaban sobre el césped, había gritos de alegría y risas. Hacia el anochecer nuestras energías mermaban y entonces los tíos nos compraban frituras y dulces. La familia era extensa, casi medio parque nos pertenecía.
Detiene su relato con una sonrisa y yo volteo a ver el parque que está frente al edificio, desolado esta hora. Vuelve a hablar, escucho su voz cada vez más incisiva y distante, como si escapara de una grieta profunda:
Frentes sudadas y respiraciones agitadas de mis coétaneos, miradas severas de los adultos, charlas que no entendía, las risas extrañas de los abuelos, todo eso lo tengo muy presente aún. Puedo decir que éramos diecisiete nietos, catorce tíos, dos abuelos y mis padres.
Sonrío, pero él no nota mi gesto, su mirada está en otro tiempo; el oscuro espejo que son sus ojos me lo confirma.
Una vez –su voz es como una espada que corta a su antojo el silencio–, en la que estábamos a punto de irnos del parque, sucedió un apagón. La luz dejó de vigilar nuestros movimientos y permitió que las sombras salieran de sus escondites, brotaron detrás de los macetones, debajo del puesto de dulces, bajaron de las copas de los árboles y lo invadieron todo.
Sus dedos apresan el tallo de la copa, duda entre tomar un trago más o sólo juguetear con ella, yo veo los destellos de luz. La luz, siempre es la luz.
Al principio sólo fue una quietud contraída por el frío de la noche –deja la copa quieta sobre el mantel blanco–. Oí el canto de los grillos, los murmullos nerviosos de los paseantes. Alcé la vista y hallé un cristalino cielo negro. Una gran conglomeración de estrellas que nunca antes había visto llamó mi atención, entonces recordé mis clases de geografía y exclamé: “¡Miren, la Vía Láctea!”, mi brazo permaneció estirado, sosteniendo el dedo índice que señalaba aquel prodigio en el cenit, debieron ser muy pocos instantes que interpreté como una pequeña eternidad.
Vuelvo a ver el parque y lo encuentro tan quieto como una pintura. Él toma otro trago de vino, el último, deja la copa sobre la mesa, la ve como si fuera un bola de cristal en donde su infancia es proyectada. Su voz profunda vuelve a hacer vibrar las luminarias:
Oí unos gruñidos y bajé el brazo. Los gritos en masa turbaron mi cuerpo, de pronto me sentí en ninguna parte, en el mundo de lo imposible. Vi a mi abuela levantarse de la banca y blandir su bastón contra una prima mía de dos años. Mi abuelo, con los ojos tan abiertos de ira como dos cañones de pistolas, pateó aquel cuerpo infantil. A mi alrededor todo se convulsionaba, entre las penumbras logré distinguir a algunos primos que corrían despavoridos de sus padres; los carritos de botanas se encontraban en el suelo, con su mercancía desperdigada y pisoteada por la gente que huía de mi familia, de los adultos de mi familia: dos tíos desgarraban la ropa de una joven, mis padres estrangulaban a una anciana, una tía arrancaba a mordidas las orejas de sus hijos inconscientes, todo lo demás era una brutal redundancia.
El golpe del bastón de mi abuela sobre mi hombro me sacó del asombro inicial, vi su cara pero no hallé nada más que rabia en sus ojos. Una luz sádica iluminaba los rostros secos de aquellos dos viejos, sus bocas abiertas mostraban encías desnudas. Entonces corrí, brinqué dos o tres cuerpos destrozados, resbalé con la sangre que cubría las baldosas, caí sobre cabelleras marchitas, pero escapé, mi cuerpo se llenó de llantos, de súplicas, de aullidos ajenos. Pero logré salir de aquel mar negro de barbarismo.
Calla y yo me siento inmersa en una pintura de Caravaggio. Las flamas apenas hacen visibles algunas partes de su rostro, la iluminación no alcanza para deshacer las penumbras que tiene detrás. Cierro los puños y respiro profundo.
Desperté inmerso en la claridad apacible de mi habitación. Los muros blancos, los muebles pintados con un tono nuez, las colchas y cortinas con encanjes y listones esparcían la luz que entraba por la ventana, a tal grado que todo parecía hecho de luz. Mi pie desnudo tocó la alfombra suave y cálida, salí de mi habitación, caminé hacia las escaleras, las bajé y me detuve frente a la cocina. Mi madre, con sus rizos perfectos y su delantal primoroso preparaba el desayuno. Mi padre leía el periódico mientras sorbía una taza de café. Su camisa era la perfección. Nadie anudaba mejor las corbatas que mi madre. Desde donde estaba percibía el olor limpio del mantel blanco, sin arrugas, sin mancha alguna. Los dedos lisos, las uñas rosadas y transparentes de mi padre sobre el papel áspero del diario. Las pantorrillas enfundadas en medias de seda de mi madre, realzadas por los zapatos de tacón.
¿Alguna noticia importante? – preguntó mi madre.
Nada cariño –contestó cálidamente mi padre– sólo que tenemos un espía en la cocina –dijo al momento de bajar el periódico y fijar su mirada en mí.
Él fija su mirada en mí. El silencio vuelve a anidar en su relato. Se sirve más vino. Toma la copa de un sólo trago. Se levanta y se desliza hacia donde ya no puedo verlo.
Es un sueño extraordinario –añado en medio de un vértigo que sacude mi cuerpo.
Atrás el parque es el único testigo de esta cena. Trago saliva y sin demostrar mi nerviosismo añado:
¿Qué más pasó?
No mucho –contesta con voz monótona desde cualquier sitio del departamento
Y yo escucho su respiración por todas partes. Las flamas de las velas titilan, afectadas por una multitud de respiraciones, como lejanas estrellas. También he visto la Vía Láctea, pero sólo eso.
Fui el mayor de todos mis primos –dice al momento de encender las luces.
La luz, siempre es la luz. El parque, estoy segura, se encoge de hombros. La voz de él añade la tautología a esta noche:
¿Verdad, familia? 

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